
Un tesoro de historia, arte y sabores porteños.
En el corazón del barrio de Almagro, en la emblemática esquina de Rivadavia y Medrano, se alza una joya del patrimonio porteño que este 21 de septiembre cumplirá 140 años: la confitería Las Violetas. Más que un café, Las Violetas es un viaje en el tiempo, una celebración permanente de la cultura, el arte y la tradición gastronómica que han marcado a varias generaciones de porteños y visitantes. Elegida recientemente como el mejor Café Notable de Buenos Aires, esta confitería es, sin dudas, uno de los espacios más coquetos, elegantes y queridos de la ciudad.
Un escenario de historia y elegancia
Inaugurada en 1884, Las Violetas fue concebida como un proyecto ambicioso de los inmigrantes Felman y Rodríguez Acal, que no escatimaron en detalles ni recursos para dotar a su confitería de una atmósfera única. La arquitectura del local es una verdadera obra de arte: columnas de mármol italiano, boiseries finamente talladas, magníficos vitraux de colores que llenan de luz sus amplios salones y muebles traídos directamente desde París, que le confieren ese aire señorial y clásico que la hace inconfundible. No es casual que grandes figuras como la poetisa Alfonsina Storni, vecina del barrio, o el escritor Roberto Arlt fueran asiduos visitantes de sus mesas.
La inauguración misma fue un evento social memorable, con carruajes que transportaban a aristócratas y a personajes destacados, incluido Carlos Pellegrini, quien asistió en un tranvía especialmente acondicionado para la ocasión. En aquel entonces, la calle Medrano marcaba el límite de la ciudad, y acercarse hasta allí era toda una experiencia, ya sea en tren o en los tranvías a caballo que recorrían la avenida Rivadavia.
El encanto que se mantiene intacto
Pese a las crisis económicas y sociales que atravesó Buenos Aires, Las Violetas logró mantenerse en el corazón de la ciudad y de sus habitantes. Aunque cerró sus puertas en 1998 durante la dura crisis de finales del siglo XX, el afecto y la valoración que despierta llevaron a que la Legislatura de la Ciudad la declarara “área de protección histórica”. Así, en 2001 volvió a abrir sus puertas, restaurada y más hermosa que nunca, manteniendo su esencia y recuperando la calidez de antaño.
Hoy, con 75 empleados que atienden con esmero y dedicación, Las Violetas sigue siendo un refugio para quienes buscan un momento de calma y placer en medio del ajetreo porteño. Su amplio salón, que puede albergar hasta 280 personas, es escenario de tardes con jazz, tango, folclore y poesía, una forma de celebrar la cultura local en su máxima expresión.
Un festín para los sentidos
El menú de Las Violetas es tan diverso como su historia. Sus abundantes meriendas son un clásico porteño que convoca a una fila de amantes del buen café y la pastelería fina, especialmente los fines de semana. El café con leche acompañado de tres medialunas es una de las opciones más solicitadas, así como la merienda salada con tostadas, queso untable, mermelada y jugo, todo a un precio accesible que invita a repetir.
Además, sus croissants, elaborados diariamente, ofrecen variedades que van desde la tradicional crema pastelera hasta el dulce de leche, acompañados por una carta que incluye licuados, pastelería y café de primera calidad. Para los amantes de la panadería, Las Violetas cuenta con su propio horno, donde se preparan productos que se venden durante todo el año.
En fechas especiales, el café propone también «Platos con historia», como el tradicional guiso de mondongo que se ofrece en el Día de la Tradición, evocando las reuniones familiares de antaño donde se compartían platos en grandes ollas comunitarias.
Un patrimonio vivo de Buenos Aires
Más allá de su oferta gastronómica, Las Violetas es un símbolo vivo de la Buenos Aires clásica, un lugar donde el arte y la historia se respiran en cada rincón, donde la ciudad se detiene por un rato para disfrutar del placer sencillo de un café bien hecho y una charla amigable. Su arquitectura, sus arañas de bronce originales, sus mármoles de Carrara y sus vitrales son testigos de un tiempo que se conserva con respeto y admiración.
Los turistas quedan fascinados por su belleza y servicio, y los porteños la adoptan como un ritual que combina el pasado con el presente, un espacio para abstraerse del ritmo vertiginoso de la ciudad y encontrarse con la identidad y la memoria de Buenos Aires.