
Cada vez más cocineros y aficionados incorporan flores en sus platos. Aportan color, aromas y sabores únicos, aunque su uso requiere cuidados y conocimiento.
Las flores comestibles están ganando espacio en la gastronomía contemporánea. Aunque hoy aparecen como una tendencia novedosa, su utilización tiene raíces muy antiguas. Civilizaciones de distintas épocas y culturas ya las empleaban en la cocina, y hoy resurgen con fuerza en restaurantes, emprendimientos gastronómicos y también en hogares. Según el biólogo y divulgador Joaquín Ais, autor del libro Botánica para comer (Siglo XXI), comprender la anatomía de las plantas permite cocinarlas mejor y aprovecharlas en toda su dimensión.
Ais recuerda que muchos alimentos cotidianos en realidad son flores o partes de ellas. El azafrán, por ejemplo, se obtiene de los pistilos secos de una flor; el clavo de olor son flores deshidratadas sin abrir; las alcaparras son pimpollos encurtidos; y el alcaucil, el brócoli y la coliflor son botones florales inmaduros. Lejos de ser un detalle decorativo, las flores cumplen un rol que puede modificar sabores, aportar aromas y ofrecer pigmentos que tiñen de forma natural masas, líquidos y preparaciones.
La cocinera y autora Paula Méndez Carreras también viene explorando este camino. En su libro Cocina con flores, publicado junto a fotografías de Eduardo Torres, propone distintas maneras de incorporarlas en recetas cotidianas y postres. En la repostería, por ejemplo, se utilizan para dar color y textura en tortas, alfajores o galletas. El atractivo visual es evidente, pero lo importante es que también suman matices de sabor y aroma que enriquecen la experiencia gastronómica.
Ahora bien, no todas las flores son aptas para el consumo humano. Ais subraya lo que llama la “regla de oro”: una flor es comestible solo si no es tóxica, no es alucinógena y es sabrosa. Para evitar riesgos, recomienda identificarlas siempre por su nombre científico, ya que los nombres comunes pueden prestarse a confusiones peligrosas. También advierte que no deben consumirse flores de florerías, viveros, plazas o bordes de caminos, porque suelen estar expuestas a pesticidas, químicos o contaminantes. Las flores que sí se usan en la gastronomía deben provenir de cultivos cuidados y libres de sustancias nocivas.
El especialista agrega otras precauciones. Quienes cultiven flores en casa deben controlar el tipo de fertilizantes que emplean y considerar la presencia de mascotas. Además, las personas con alergias respiratorias o al polen deben retirar los estambres y pistilos, ya que son las partes más alergénicas. Y siempre es recomendable probar por primera vez una flor en pequeñas cantidades para observar la reacción del cuerpo. El objetivo no es atemorizar, sino: “garantizar primero la seguridad, para luego disfrutar plenamente de la fantasía que suscitan las flores una vez que las adoptamos como ingredientes en nuestras cocinas”, explica Ais.
Entre las especies más utilizadas aparecen las flores de ciboulette, con un sabor suave y fresco; las aromáticas como lavanda, menta, melisa, albahaca, orégano, romero o tomillo; el taco de reina, con un dejo picante ideal para comidas saladas; las violetas y pensamientos, que destacan por su aporte estético; las flores de calabaza o zucchini, tradicionales en la cocina italiana y centroamericana; las flores de cítricos, muy valoradas por su perfume; la borraja, con notas que recuerdan al pepino; y las flores de mostaza, rúcula o rabanito, que suman picor.
El desafío está en cómo conservarlas y utilizarlas. Por su fragilidad, no resisten bien la cocción ni la congelación prolongada. Lo ideal es consumirlas frescas, recién cosechadas. En caso de no hacerlo en el momento, Ais recomienda lavarlas suavemente, secarlas con cuidado y guardarlas en recipientes herméticos con papel absorbente húmedo dentro de la heladera. También existen métodos como el secado, que permite usarlas luego en infusiones; la cristalización, que combina claras de huevo y azúcar para crear flores dulces y crocantes; o la inmersión en líquidos, ya sea en vinagres, alcoholes o manteca, para generar aderezos o untables. Incluso pueden congelarse en cubitos de hielo, una alternativa práctica y llamativa.
El creciente interés por las flores comestibles muestra que la cocina puede ser un espacio de innovación y, a la vez, de regreso a lo natural. A través del conocimiento científico, la experimentación y la creatividad, las flores dejan de ser solo un elemento ornamental para convertirse en ingredientes que amplían las posibilidades gastronómicas. Su incorporación exige precaución, pero también abre un campo fértil de sabores, colores y aromas que invitan a redescubrir la relación entre lo que cultivamos y lo que llevamos a la mesa.